La noticia se había hecho esperar. Decían que el Cónclave iba a ser rápido pero la cristiandad y el mundo entero andaban pendientes de una vieja chimenea que lanzaba humo al aire frío de Roma. Por fin, el humo –la “fumata”- fue blanco y millones de personas se congregaron ante sus televisores observando atónitos a una multitud vociferante que aguardaba en la plaza de San Pedro mirando a los balcones del Vaticano.
Y salió el hombre. Sencillo, con un semblante humilde, casi asustado. Apareció únicamente con la sotana blanca de papa, prescindiendo así de otras vestiduras litúrgicas ampulosas que habían llevado sus predecesores. Saludó con un “Buenas tardes” coloquial y familiar y continuó hablando con una sencillez que dejó al mundo boquiabierto; tuvo el recuerdo en la oración por su hermano en el papado, Benedicto, y antes de dar la bendición a los fieles pidió que ellos le bendijeran rezando por él. Aquellos cientos de miles de personas hicieron silencio y rezaron por el nuevo papa. Aquel hombre de apariencia frágil había hecho enmudecer a la plaza de San Pedro en la que minutos antes el vocerío era tremendo.
Al día siguiente fue en el mismo autobús que el resto de los cardenales para acudir en persona a la pensión en la que se había hospedado antes del cónclave y pagar lo que se debía; luego acogió a los periodistas y a sus familiares con una gran sonrisa manifestándoles que deseaba una Iglesia pobre, después comunicó a la Conferencia Episcopal argentina que era preferible que el dinero del viaje para asistir a la misa del inicio de su pontificado se lo dieran a instituciones que trabajaban con los pobres, después invitó a esa eucaristía al Patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, cosa que no ocurría desde 1.054…a partir de ahí se han multiplicado los signos.
Desde ese día hemos visto al papa besar enfermos dermatológicos, lo hemos visto llorar entre los refugiados, abrazar a hermanos de otras confesiones religiosas, celebrar la eucaristía en ambientes no especialmente religiosos, besar los pies a chicos y chicas desestructurados, hablar desde el amor y el respeto sobre las personas homosexuales, rezar en silencio en la celda de castigo en la que murió Kolbe, visitar cárceles, dejar que los niños jugueteen sentándose en la sede papal, denunciar valientemente pederastias y oligarquías eclesiales, callar en los campos de concentración, reír a carcajadas con los jóvenes, rezar en la soledad de la plaza de San Pedro el lluvioso Viernes Santo de la pandemia, hacer nombramientos valientes y novedosos, escribir que el evangelio es la gran alegría del mundo, manifestar su respeto reverencial por la Naturaleza, denunciar el culto al dinero, expresar el amor a los pobres, animar a todos a la santidad, llorar por las víctimas, saltarse los protocolos cuando ha hecho falta y acudir a sus queridas periferias.
El papa ha denunciado todas las guerras, ha bendecido iniciativas sinceras de hombres y mujeres que, independientemente de sus credos y opciones, buscan la paz. Ha conseguido acercar la liturgia al pueblo, ha presidido la eucaristía y ha confesado en parroquias humildes e incluso ha casado a una pareja en un avión durante el vuelo de un viaje.
Lo grande de este papa es su sencillez, lo extraordinario es su normalidad.
Vemos a Francisco tan humano y tan normal, que su vida nos abre al Misterio de un Dios que se ha acercado a nosotros haciéndose hombre…simplemente hombre.
Gracias, pues, al hombre Francisco, gracias a este hombre papa, que, diez años después, ha conquistado el corazón del Mundo y ha llenado de ilusión y sonrisas a una Iglesia algo cerrada y seria que necesitaba aire fresco.